(Por
José Ramón Amor Pan)
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Fuente:www.down21.org
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Introducción |
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Paternidad responsable |
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¿Deben tener hijos las personas con síndrome de Down? |
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Conclusión |
Admitido que las personas con síndrome de Down
son capaces de amor, de convivir establemente con otra persona y de
casarse, queda por analizar el tema de la descendencia. Hablar de sexualidad
y de matrimonio implica hablar también de hijos, aunque, ciertamente,
sea mucho más que su significado procreador, tal y como hemos
subrayado anteriormente: la sexualidad y el matrimonio no se justifican
únicamente por los hijos. Lo malo es que la creatividad de la
pareja ha sido expresada durante mucho tiempo únicamente a través
de la reproducción. Hay que cambiar de esquema, de paradigma.
Todavía en nuestra sociedad la esterilidad de la pareja se sigue
considerando como una carencia, como un cierto baldón, como una
imperfección contra la que hay que luchar con todos los medios
posibles: de ahí el enorme desarrollo en los últimos años
de las diferentes técnicas de reproducción asistida. No
deja de resultar llamativo que esta situación coincida en el
tiempo con una cierta mentalidad antinatalista y abortista.
Hay que afrontar, pues, la discusión ética
y práctica sobre los hijos de padres con síndrome de Down.
El conflicto surge cuando aceptado como persona, dueño de su
cuerpo y sensaciones, libre en sus deseos, se plantea el derecho y la
necesidad de tener hijos y criarlos. La discusión se polariza
con excesiva frecuencia en el tema de la esterilización. El punto
crítico de este debate se centra en la protección legal
indispensable para que las medidas restrictivas que se puedan adoptar
sean realmente en beneficio del sujeto y no una imposición meramente
satisfactoria y tranquilizadora de los padres y de la sociedad en general.
La decisión de tener un hijo es un asunto que
afecta sobre todo a la pareja. Sin embargo, no deja de ser un tema que
concierne también a la sociedad en su conjunto; en el caso de
las personas con síndrome de Down, este factor alcanza un mayor
relieve porque necesitan en un grado más elevado de las mediaciones
sociales para el desarrollo de su vida cotidiana. Por otra parte, tampoco
puede dejarse de lado la situación en la que el nuevo ser va
a venir a la vida, en el sentido de que ese entorno debiera reunir unas
condiciones favorables para el desarrollo de sus potencialidades.
La tarea fundamental del matrimonio y de la familia
es estar al servicio de la vida. En este sentido, el hijo es una bendición
para los padres y como tal tiene que ser aceptado y comprendido. No
se ostenta sobre los hijos un poder o un señorío inmediato
y absoluto, no existe un derecho subjetivo al hijo. El hijo es un fin
en sí mismo. Como dice Savater, “ser padres no es ser propietarios
de los hijos ni éstos son un objeto más que se ofrece
en el mostrador. Volvamos a los viejos planteamientos kantianos: lo
que deben querer los padres es al hijo como fin en sí mismo”
(1). El hijo no es un bien útil que sirve para
satisfacer determinadas necesidades del individuo o de la pareja. La
gratuidad es la ley de la transmisión de la vida humana. El bien
del hijo debe dar el sentido principal a todos los dilemas que pueda
plantear la fecundidad humana. Asistimos hoy a lo que se podría
llamar una cultura y moral del deseo, muy peligrosa, en virtud
de la cual lo que se desea ardiente e irresistiblemente se impone de
forma absoluta y legitima modos de conducta. El deseo puede derivar
en obcecación y convertirse en enajenación existencial.
Debe insistirse en que el hijo no puede ser buscado para llenar ningún
vacío de nuestra vida, no puede ser utilizado para encontrar
reconocimiento social o para imitar roles, sino que habrá de
ser amado y deseado por sí mismo: los hijos no se merecen, nunca
se tiene derecho a ellos.
Por otra parte, siendo verdad que los hijos son un
valor intrínseco y una bendición para los padres y para
la comunidad social, también es cierto que no es suficiente con
traer hijos al mundo. Ser padre es cuidar y estimular el crecimiento
de todas las dimensiones de los hijos. Los padres deben ser capaces
de responder a estas exigencias, atentos a desarrollar todas las virtualidades
de su hijo, que pide desarrollarse en todas esas direcciones. Los hijos
no sólo son un don para la pareja, son también una tarea,
una responsabilidad que en no pocos momentos resultará ser una
difícil y pesada carga. Por eso, antes de embarcarse en la maravillosa
aventura de tener un hijo, hay que examinar sinceramente si de verdad
se está en disposición de traerlo a la vida con un mínimo
de garantías. No se trata, obviamente, de pretender unas circunstancias
absolutamente ideales, sino tan sólo de que existan ese conjunto
de características que hagan viable a priori la crianza y desarrollo
óptimos del nuevo ser. Se trata de guardar una cierta proporcionalidad
entre el objeto que se pretende y nuestras actuales disposiciones, con
sentido común y equidad.
En el pasado apenas se planteaban interrogantes ni
sobre la procreación, ni sobre las responsabilidades inherentes,
ni mucho menos sobre el sentido de la fecundidad humana. La reproducción
era considerada como el resultado natural y esperado de la decisión
de contraer matrimonio, porque casarse -lo hemos visto- no era tanto
formar una pareja cuanto más bien crear una familia. Con la idea
de “paternidad responsable” se pretende afirmar que este
campo tan íntimo e importante de la existencia ha de conducirse
por medio de decisiones sensatas, razonables, en un clima de amor y
libertad. Todas las esferas de la vida del ser humano deben estar bajo
el signo de la prudencia y la responsabilidad. La paternidad responsable
supone prestar atención a las condiciones físicas, económicas,
psicológicas y sociales que envuelven el acto de procrear. Una
decisión ponderada puede significar tanto traer un nuevo ser
a la vida, como tenerlo en otro momento o no tener un hijo. No es, por
consiguiente, un concepto sólo cuantitativo, sino eminentemente
cualitativo. No es una decisión prima facie egoísta
y calculadora, sino que está movida por razones morales que la
justifican. Por otra parte, destacar el papel insustituible de los esposos
en este campo no equivale a afirmar su soledad en la toma de estas decisiones.
Los cónyuges tienen derecho a confiar y pedir la ayuda de la
sociedad en orden a la mayor libertad y responsabilidad posibles de
las propias opciones.
A la sociedad corresponde, a través de diversos
servicios y personas, la obligación de prestar esa ayuda, suministrando
la información adecuada y los medios y condiciones necesarios.
Acompañar en la que debe ser una decisión libre, basada
en razones proporcionadas, informada y responsable, en materia de espaciamiento
o limitación de los nacimientos. Estas decisiones se toman con
bastante espontaneidad en la mayor parte de las parejas, sin necesidad
de cálculos complicados ni de reflexiones prolongadas y difíciles.
Pero las decisiones no resultan siempre tan transparentes.
Los deseos y aspiraciones no pueden ser equiparados
a los derechos. Lo que ha de ser reconocido, en cambio, es el derecho
de un niño a nacer de un acto de amor de sus padres, así
como el de no ser expuesto a un riesgo desproporcionado de unas condiciones
de vida insuficientes que pongan en grave peligro su integridad física
o psicológica. La conciencia ética de la Humanidad protesta
contra todas las situaciones en las que los niños no son tratados
con la dignidad que se merecen.
Teniendo en cuenta la importancia de estos principios
y reconociendo que existen situaciones particularmente difíciles,
que pueden poner en grave peligro el desarrollo armonioso del individuo,
hay que afirmar que a menudo la única medida apropiada para asegurar
que el niño sea protegido eficazmente radica en no llamarlo a
la vida (2). Como dice Sánchez Monge: "Dios
no crea al azar y sería una injuria para él la procreación
irresponsable, traer al mundo seres humanos que no pudieran vivir en
condiciones medianamente dignas" (3). El principio
de no maleficencia y el de beneficencia obligan a ello. Lo esencial
es que un hijo no puede ser fruto solamente de un deseo, de un capricho
o de un instinto, sino de una opción libre y, por tanto, responsable.
El mero voluntarismo es siempre insuficiente y, a menudo, resulta perjudicial.
Hay que poner en el centro de la decisión sobre la conveniencia
o no de engendrar el bien mismo del nasciturus. Muchos de nuestros lectores
son católicos, por eso conviene subrayar que el Papa JUAN PABLO
II se pronuncia en esta misma línea:
"Desgraciadamente,
sobre este punto el pensamiento católico está frecuentemente
equivocado, como si la Iglesia sostuviese una ideología de
la fecundidad a ultranza, estimulando a los cónyuges a procrear
sin discernimiento alguno y sin proyecto. Pero basta una atenta
lectura de los pronunciamientos del Magisterio para constatar que
no es así. En realidad, en la generación de la vida,
los esposos realizan una de las dimensiones más altas de
su vocación: son colaboradores de Dios. Precisamente por
eso están obligados a un comportamiento extremadamente responsable.
A la hora de decidir si quieren generar o no, deben dejarse guiar
no por el egoísmo ni por la ligereza, sino por una generosidad
prudente y consciente que valore las posibilidades y las circunstancias,
y sobre todo que sepa poner en el centro el bien mismo del nasciturus.
Por lo tanto, cuando existen motivos para no procrear, ésta
es una opción no sólo lícita, sino que podría
ser obligatoria" (4). |
¿Deben tener hijos las personas con síndrome de Down?
Hasta aquí, el marco general, aplicable a todas las personas que se plantean tener hijos. Vamos ahora al punto concreto que nos interesa, las personas con síndrome de Down. En ellas, como en cualquier otro ser humano, la demanda de tener hijos se inscribe en la lógica trayectoria del deseo sexual. La integración y la normalización determinan unas modalidades normales en la configuración de esa demanda: las personas con síndrome de Down instruidas y educadas, puestas en un ambiente existencial normal, que observan por la calle parejas con sus hijos de la mano o jugando en los parques de la ciudad, que ven en la televisión o el cine la felicidad de tener una familia, están movidas a perfilar sus propios deseos según los mismos moldes. Además, la creciente autonomía de estas personas, consolidada por el sentimiento de independencia económica y de responsabilidad que les infunde la ejecución de una actividad productiva, aunque sea en régimen de empleo protegido, presiona en la misma dirección. A medida que el sujeto cobra conciencia de su propia adultez, capacidad e independencia y se percibe capaz de amar y ser amado, se resiste a permanecer anclado en el hogar familiar, quiere contraer matrimonio y aspira a crear él mismo una familia.
El principio de paternidad responsable implica que,
si bien una pareja de personas con síndrome de Down puede desear
tener un hijo, hay que examinar detenidamente si de verdad están
en situación de traer responsablemente un nuevo ser al mundo.
Tanto o más que las legítimas aspiraciones de los posibles
progenitores, hay que tener en cuenta el derecho básico de todo
ser humano a venir a la vida en las mejores circunstancias posibles.
La atención a las necesidades de los nacidos es un deber fundamental
de la familia y de la comunidad humana en su conjunto, que tienen que
crear aquellas estructuras e instituciones que posibiliten el desarrollo
armónico e integral de todos y cada uno de sus miembros.
La situación de las personas con síndrome
de Down presenta todavía no pocas carencias. Sin duda, su descendencia
se va a ver condicionada directamente por esta situación. Se
hablaría menos de este asunto si la situación fuese otra,
y hacia ello debemos avanzar, como expuse en reiteradas ocasiones. No
pretendo cargar el acento en las exigencias de una paternidad responsable
sólo en este supuesto; hay muchas otras situaciones conflictivas
en las que no se debería tener hijos y en las que también,
por imperativo moral, se debería intervenir de alguna manera,
al menos desde la vertiente educacional y de asistencia social, como
así lo vienen haciendo (aunque creo que muy tímidamente)
los diferentes Servicios Sociales. Y esto no es una postura antinatalista,
porque nadie está diciendo que no se tengan hijos, sólo
se dice que se tengan responsablemente, y éste es un criterio
indeterminado que se concretará en cada caso concreto.
En la procreación, ¿busca la persona
con síndrome de Down algo más que imitar una práctica
extendida y socialmente valiosa? No obstante, aun cuando sus motivaciones
fuesen realmente sinceras y éticamente aceptables, ¿están
preparadas para llevar adelante con garantías mínimas
de éxito la tarea por la que suspiran y que desean asumir? La
crianza de un hijo requiere un alto grado de preparación y destreza
de las que, hoy por hoy, no disponen en términos generales las
personas con síndrome de Down. Por esta razón, apoyados
en los criterios éticos antes propuestos, creemos oportuno afirmar
que no parece conveniente ni recomendable que estas personas tengan
descendencia y, por consiguiente, se hace necesario arbitrar los mecanismos
pertinentes para que el ejercicio de su sexualidad no genere un embarazo
para el que presumiblemente no están en condiciones. Lo cual
no quiere decir, ni mucho menos, que aquellos que estén en condiciones
para atender adecuadamente a sus hijos -con los apoyos precisos- y quieran
tener hijos no lo puedan hacer. Lo único que pretendo subrayar
es que hay que poner especial atención en no hacer de la reproducción
un gesto inauténtico y contrario a los más elementales
valores de la moral, que ante todo proclama el deber de no hacer mal
a nadie (principio de no maleficencia) y promover el bien (principio
de beneficencia) (5).
Para las personas con síndrome de Down no es
fácil hacerse cargo de las implicaciones y responsabilidades
que acarrea tener un hijo, cuidarlo y educarlo, tanto porque su facultad
de anticiparse al futuro es limitada, cuanto porque habitualmente habrá
tenido pocas oportunidades de experimentarlo (no se le suele confiar
el cuidado de un bebé). Hay que recalcar a través de todo
el proceso educativo que un padre ha de ser capaz no sólo de
cuidar al bebé, sino también de atender su desarrollo
y educarlo durante la infancia y la adolescencia, con todo lo que eso
supone. Muchas mujeres con discapacidad intelectual son sensibles ante
el tema de la maternidad y miran al bebé como alguien de quien
preocuparse y sobre quien prodigar afecto y calor: a menudo actúan
en este terreno mecanismos de compensación de carencias del propio
sujeto. Y aquí habría que introducir un elemento de sentido
común: no es válido el argumento de que no existe el perfecto
padre y de que nadie está suficientemente preparado para desempeñar
esa misión. El criterio de proporcionalidad debe guiar nuestra
actuación.
Me estoy acordando de una pareja que tenía
unas ganas enormes de tener un niño y que se les hacía
muy difícil ya aceptar los consejos que se les daba en sentido
contrario. Entonces, aprovechando que una de las profesionales del Centro
acaba de dar a luz, y lógicamente con su plena colaboración
y la de su marido, se decidió llevar a vivir a su casa a la mujer
con discapacidad intelectual con la consigna de que tenía que
participar en todas las actividades de cuidado del bebé: creo
recordar que fueron tres días los que aguantó… Ya
no volvió a manifestar deseos de ser madre; gracias a este aprendizaje
significativo, comprendió que una cosa son las ganas y otras
las posibilidades reales.
En nuestra sociedad, tan sensible a la libertad individual
y a la autorrealización, entendidas casi siempre desde el individualismo
liberal, esta postura puede interpretarse como una merma de independencia
de la persona, como una renuncia a conquistar un horizonte de mayor
integración y autonomía. Algunos profesionales señalan
la contradicción que sería el educar y permitir el ejercicio
de una sexualidad normalizada y, no obstante, desaconsejar el tener
descendencia. Se acusa esta situación como de grave discriminación:
“Si tiene derecho a expresar plenamente su amor, sus deseos y
su sexualidad, y desea tener hijos, no podemos negarle los apoyos necesarios
para conseguirlo. Es un reto más, por supuesto, pero está
en la línea de todos los que vamos afrontando”.
El conocimiento de la realidad da a la ética
una base indispensable para acometer con rigor su tarea. Conocer el
amplio entramado social dentro del cual se enmarcan las opciones en
materia de fecundidad ayudará a comprender con mayor claridad
la postura que hemos adoptado. Tener un hijo es una apuesta arriesgada.
Hoy por hoy, de la misma manera que afirmamos que el matrimonio de las
personas con síndrome de Down debe ser ensayado con todos los
riesgos que pueda traer consigo, pues la posibilidad de un fracaso matrimonial
no es razón bastante para disuadir de contraer nupcias y son
más los beneficios que se pueden derivar de ese estado de vida
que los perjuicios, también decimos que en el caso de la procreación
la situación es radicalmente inversa y lleva a desaconsejar su
ejercicio. En el caso de la descendencia, está en juego el bienestar
de terceros inocentes, una realidad que altera sustancialmente el panorama
y que debe ser debidamente ponderada.
Pero es que, además, tener hijos genera estrés
y tensión en los padres, incluso a veces angustia, que pueden
fácilmente bloquear a la persona con síndrome de Down.
Y el embarazo puede suponer también un riesgo médico elevado
para las mujeres con síndrome de Down (6). Creo,
por tanto, que hay razones más que suficientes para desaconsejar
la reproducción.
Al adoptar esta decisión, nos parece que no
sólo no quiebra ni sufre ninguna merma el proceso normalizador,
sino que éste sale fortalecido, al insistir en sus pilares básicos
y prevenir, al mismo tiempo, realizaciones negativas que restarían
credibilidad al proceso ante los ojos de una sociedad que muestra todavía
su desconfianza con respecto a las posibilidades reales de autonomía
y realización humana de las personas con síndrome de Down.
No creo, sinceramente, que se vulnere su dignidad humana, al contrario,
el motor de nuestra reflexión sigue siendo su máxima promoción
en todas las dimensiones posibles: no todo el mundo está preparado
para todo ni tiene derecho a todo, no podemos confundir aspiraciones
con derechos.
Hay que seguir insistiendo en que así como
el derecho a casarse es un derecho fundamental del ser humano, por el
contrario, no existe un derecho a tener descendencia, por lo que el
plano de solución de esta cuestión es del todo diferente:
no existe discriminación alguna, no hay violación de la
dignidad humana, sino un ejercicio respetuoso y solidario de la responsabilidad
propia del individuo y de la comunidad social. La ideologización
de este debate puede resultar altamente perniciosa para todo el proceso
emprendido de mejora de la calidad de vida de las personas con síndrome
de Down, que tiene todavía una base frágil e inestable
que hay que consolidar. Sólo un enfoque mutidimensional y una
perspectiva a largo plazo serán útiles para alcanzar la
meta deseada.
No se puede negar la dificultad que entrañan
estas decisiones. Son los padres y tutores los que deben asumir la responsabilidad
de desaconsejar e impedir la descendencia cuando fuere preciso por medio
de una anticoncepción moralmente aceptable. Cuando una decisión
afecta a una persona cuya autonomía está limitada, la
dificultad aumenta y la responsabilidad del entorno se hace más
delicada y urgente. Aquí pueden jugar un papel relevante los
comités de ética, órganos interdisciplinares cuya
misión es asesorar en la toma de decisiones que presentan dilemas
morales. Vamos por el buen camino si examinamos constante y críticamente
lo que va sucediendo, cómo va evolucionando el matrimonio. Toda
esta temática debe abordarse desde una actitud de búsqueda
y de realismo, de adaptación de los modelos teóricos a
las circunstancias concretas. Me contaban un caso en que la hija, ya
médico, estaba muy orgullosa de su madre con síndrome
de Down… ¡Bendito sea Dios! Hacia ahí debemos caminar
con paso decidido, pero midiendo bien nuestras fuerzas y posibilidades.
Es difícil enseñar a las personas con
síndrome de Down a aceptar la posibilidad de un matrimonio sin
hijos. En particular, a la mayoría de las chicas les gustaría
tener un hijo, por muchas y diferentes razones: han aprendido que tener
un hijo es una de las cosas más importantes que puede sucederle
a una mujer ("absolutamente maravilloso") y es expresión
de haber llegado a la edad adulta ("una no es realmente una mujer
mientras no tenga un hijo"). Tener hijos es visto por la sociedad
como una especie de signo de un cierto nivel de realización existencial,
de status, de tal forma que las parejas que no pueden tener hijos se
sienten bajo la presión de esta actitud. Por eso, cuando se educa
a una persona con síndrome de Down es oportuno acentuar, más
claramente que en otros supuestos, que no todo el mundo está
capacitado para tener un hijo y que no por ello se es menos persona,
ni la pareja resulta incompleta o imperfecta. La pareja de
personas con síndrome de Down que no está en condiciones
de tomar sobre sí la responsabilidad de un hijo puede hallar
la felicidad que proporciona el poder casarse y vivir en compañía,
como los demás seres humanos que se quieren. Estos matrimonios
pueden marchar tan bien o tan mal como cualquier otro matrimonio.
Es necesario formular muy cuidadosamente estas indicaciones,
con simpatía y cercanía, con sentido de la oportunidad,
cerciorándose de que las ha entendido y asumido correctamente,
y ofreciéndole al mismo tiempo otras alternativas que contribuyan
a expresar su sentimiento de apertura a la vida.
Resulta injusto imponer a las personas con síndrome
de Down expectativas poco realistas y, por eso, será mejor desidealizar
cuanto antes la paternidad/maternidad y mostrarles las cargas e insatisfacciones
que también trae consigo un hijo. No siempre somos conscientes
del daño que se le puede hacer a una persona con discapacidad
intelectual si se bromea sobre esta cuestión, pues esto no le
ayuda a asumir pacíficamente su propia e irreductible realidad,
porque fomenta la ensoñación, la insatisfacción
y, por qué no decirlo, el nivel de frustración, al sentirse
"distinto" a los demás. En la educación sexual
debe decirse reiteradamente que sólo es razonable pretender tener
un hijo si se está en condiciones de cuidarlo. Es muy importante
que se habiliten oportunidades para actividades en las que la pareja
sin hijos se pueda experimentar a sí misma eficazmente fecunda.
En resumen, me parece que los matrimonios entre personas
con síndrome de Down no deben estar abiertos a la fecundidad
como principio general, en aras de una paternidad responsable y que
la educación sexual que les ofrezcamos debe contemplar esta afirmación
como uno de sus contenidos vertebradores, al menos en las circunstancias
que delinean la vida de las personas con síndrome de Down en
el momento presente y siendo realistas con las metas que se pueden alcanzar
a corto y medio plazo. Habrá quien pueda llegar y quien no, lo
importante es potenciar al máximo la felicidad de cada persona
de carne y hueso y no introducir en el mundo más injusticia y
sufrimiento, si es que está en nuestra mano. Soy consciente de
que en este tema –más que en otros– las posturas
son divergentes y el debate está servido. Pero ése es
precisamente uno de los objetivos que tengo al escribir estos artículos:
que no demos las cosas por supuestas, con una cierta mentalidad fatalista,
sino que nos preguntemos permanentemente si lo estamos haciendo de la
mejor manera posible o si podemos mejorar nuestra actuación en
algún aspecto… El diálogo respetuoso y la crítica
constructiva es la única manera de avanzar en el conocimiento
de la verdad. A ustedes, les presento mi más leal saber y entender,
que someto a cualquier otro dictamen mejor fundado en la realidad de
los hechos.
Referencias bibliográficas
1.F. SAVATER, El País, 16 de Febrero de 1997, p. 3.
2. Cf. GAFO, J., Etica y Legislación en Enfermería (Universitas, Madrid 1994), p. 121.
3. SANCHEZ MONGE, M., "Serán una sola carne..." Estudio interdisciplinar sobre el matrimonio y la familia (Atenas, Madrid 1996), p. 128.
4. JUAN PABLO II, "Angelus del 17-7-1994", Ecclesia 2696-2697 (1994) 19.
5. Cf. EDWARDS, J.P. - ELKINS, T.E., Nuestra sexualidad (Milán, Barcelona 1988), p. 117; KEMPTON, W. et al., "Amor, sexo y control de natalidad para el deficiente mental", Siglo Cero 97 (1985) 32.
6. Cf. DYKE, D.C. y otros, “Sexualidad e individuos con síndrome de Down”, en AA.VV., Síndrome de Down. Revisión de los últimos conocimientos (Espasa Calpe, Madrid 2000), p. 65. Para Canal Down21
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